Tras quince días desde que se impuso el estado de alarma, sigo yendo a trabajar. Eso sí, a puerta cerrada.
Solo entra el mensajero -con guantes y mascarilla- a entregarme paquetes con
material y a llevarse los que yo he preparado para los clientes que nos siguen
comprando a través de la página web. Eso hace que mi vida siga siendo casi
normal.
Antes de que el coronavirus
alterase nuestras vidas, mi marido solía llevarme en coche al trabajo, de
camino al gimnasio, pero había días en los que me iba andando, que también me
agradaba porque así me daba un paseíto matutino que es muy sano para respirar
el aire fresco de la mañana y estirar un poco las piernas antes de sentarme
varias horas delante del ordenador.
Desde que el gimnasio, como casi
todo lo demás, está cerrado, me voy todos los días andando. Tardo ocho minutos
aproximadamente en llegar, poco rato, y sigo el camino de siempre, pero ya no
es el mismo. Cada mañana me cruzo con menos gente. Las calles, cada día que
pasa, están más vacías. Paso delante de un par de obras donde siguen trabajando
los obreros, una farmacia que a esa hora sube la puerta metálica, una frutería
reponiendo mercancía, una carnicería que abre temprano y dos o tres personas en
la puerta esperando su turno, guardando la distancia recomendable, algunos
vecinos paseando a sus perros, poco más, y mucho silencio.
Echo de menos a mi peque, que,
aunque ya tiene veintiún años, sigue siendo mi peque, y a mis sobrinos. De momento,
solo puedo verlos por videollamada. Pero también echo de menos a otros niños
que, ahora me doy cuenta, forman parte de mi vida cotidiana. Mi horario laboral
es el mismo de los colegios, de 9 a 2, por lo que coincidía con muchos que iban
y después volvían del colegio.
Al salir de casa, en la calle
Ballesteros, veía a los que iban camino del Carmen o de la Purísma, entre
ellos, dos hermanos, niño y niña, con sus uniformes, siempre juntos. En la
calle Ancha, solía cruzarme con una niña y su madre, las dos morenas, muy
guapas y estilosas, y veía salir de sus casas a varios que bajaban en dirección
al Barahona de Soto, Mª Luisa Muriel acompañando a su nieta, Raquel con el más
pequeño de sus hijos, dos hermanos de origen marroquí que, tras despedir a su madre
en el portal, siempre salían corriendo y arrastrando las mochilas de ruedas por
la acera. En la calle Santiago me cruzaba con Francisco, antiguo compañero de
clase, siempre tan elegante, y su hijo, de pelo rubio y rizado, con el uniforme
de la Purísima. En el Llanete de Santiago veía a un niño precioso, de pelo
negro brillante perfectamente peinado con su raya bien marcada, que siempre iba
alegre charlando con su madre, una mujer joven muy menuda pero empujando con
brío, cuesta arriba, un cochecito con un bebé. En Jerónimo Medina, en dirección
al Barahona de Soto, bajaba Manoli, una campeona, con sus tres hijos, y otros
vecinos con sus niños. Y en Horno Cabello me cruzaba con los que subían para el
mismo colegio, dos abuelas con sus nietos, un niño moreno guapísimo con su
madre -otra belleza- que saludaba a su abuelo que esperaba a verlo pasar desde
el balcón, una niña rubia con su madre, otra madre con dos hijos, niño y niña,
morenos, guapísimos, y a veces con un tercero en el cochecito. En el Llano de las
Tinajerías, los más rezagados, a toda velocidad.
Puedo decir que a muchos de ellos
los he visto crecer, año tras año, mañana tras mañana. Los echo de menos.
Ahora solo veo a cuatro niños,
vecinos del edificio de enfrente, cuando salimos todos a los balcones
puntualmente a las ocho a aplaudir a nuestros sanitarios. Aplauden con
entusiasmo y energía, con toda la que tendrán acumulada. Pobrecitos.
Espero que despertemos pronto de
este mal sueño y vuelva la alegría a las calles, pero, sobre todo, que vuelvan
los niños, sus caritas y sus voces, que quiten el precinto de los parques
infantiles y vuelvan a llenarse de pequeños gritando, corriendo, saltando…
Ánimo, fuerza y paciencia.